“Las autoridades de la Universidad de Yale definieron la “libertad sin trabas” como el derecho a pensar lo impensable, a discutir lo indiscutible y a desafiar lo indesafiable. La idea es cautivante. Hasta ahora muchos de nosotros hemos vivido prisioneros de mitologías y estereotipos que nos impedían pensar desprejuiciadamente. Para cada problema teníamos una solución prefabricada, dictada por algún esquema sectario, y sobre quienes opinaban que no se debía pasar la realidad por el filtro mutilador del dogma, recaía una descalificación fulminante. Aunque dejemos la puerta abierta al debate y a la expresión de teorías con las que discrepamos, nos ponemos en guardia contra el empleo de las nociones de religión, nacionalidad e ideología como categorías excluyentes, discriminatorias, apuntaladas por legislaciones coercitivas. En lo político, en lo moral, en lo filosófico, daremos preferencia a quienes los guardianes de las verdades absolutas consideran herejes, contestatarios o cosmopolitas. A quienes toman partido por el humanismo y el racionalismo. A quienes no verían publicadas sus obras bajo dictaduras de izquierda o de derecha, ni bajo regímenes teocráticos e integristas.”
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Las autoridades de la Universidad de Yale definieron la “libertad sin trabas” como el “derecho a pensar lo impensable, a discutir lo indiscutible y a desafiar lo indesafiable”.
La idea es cautivante. Hasta ahora muchos de nosotros hemos vivido prisioneros de mitologías y estereotipos que nos impedían pensar desprejuiciadamente. Para cada problema teníamos una solución prefabricada, dictada por algún esquema sectario, y sobre quienes opinaban que no se debía pasar la realidad por el filtro mutilador del dogma, recaía una descalificación fulminante.
El resultado es una esclerosis aguda del espíritu crítico: el mundo nos machaca, día tras día, con novedades desquiciantes, y no atinamos a reaccionar eficazmente porque hemos perdido la costumbre de razonar sin muletas y porque tenemos miedo de abrazar causas impopulares. Si no aprendemos a flexionar, metafóricamente, los “músculos” del cerebro, nuestra civilización no tardará en quedar arrumbada en el desván de la historia como muchas otras, no menos deslumbrantes, que la precedieron.
Sobre este tema me explayé en un artículo periodístico en el que confesaba, precisamente, cuáles eran mis perplejidades más acuciantes , relacionadas, faltaría más, con esta época plagada de fundamentalismos y chauvinismos , de demagogias y populismos, de apelaciones cotidianas a los sentimientos más primitivos e irracionales del ser humano.
Aunque dejemos la puerta abierta al debate y a la expresión de teorías con las que discrepamos, nos ponemos en guardia contra el empleo de las nociones de religión, nacionalidad e ideología como categorías excluyentes, discriminatorias, apuntaladas por legislaciones coercitivas.
En lo político, en lo moral, en lo filosófico, daremos preferencia a quienes los guardianes de las verdades absolutas consideran herejes, contestatarios o cosmopolitas. A quienes toman partido por el humanismo y el racionalismo. A quienes no verían publicadas sus obras bajo dictaduras de izquierda o de derecha, ni bajo regímenes teocráticos e integristas.
El campo de Agramante que nos legó la literatura era un lugar donde la confusión impedía entenderse. En su nueva versión editorial lo imaginamos poblado de discrepancias clamorosas, pero al mismo tiempo fecundas y estimulantes, que hagan realidad “el derecho a pensar lo impensable, a discutir lo indiscutible y a desafiar lo indesafiable”. Para ser auténticamente libres.
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