sábado, 7 de febrero de 2009

La desgracia de un hombre sin Dios, Blaise Pascal

“¿Qué ventaja hay para nosotros en oír decir a un hombre que él ha sacudido el yugo, que no cree que haya un Dios que vele por sus acciones, y que se considera como el único señor de su conducta y que no piensa rendir cuentas sino a sí mismo? ¿Pretenden los que dicen tal, darnos mucho gusto cuando nos cuentan que nuestra alma no es más que un poco de viento y de humo, y así nos lo cuentan con un tono de voz satisfecho y alegre? Si les angustia, en el fondo de su corazón, no tener más luz, que lo digan; esta declaración no ha de serles vergonzosa. No hay vergüenza sino en no sentirla. Nada acusa más claramente una extrema debilidad de espíritu que desconocer cuál es la desgracia de un hombre sin Dios; nada señala hasta tal punto la mala disposición de un corazón, que el no desear la verdad de las promesas eternas; nada es más cobarde que fingirse valiente en contra de Dios”.

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Que aprendan, a lo menos, cuál es la religión que combaten, antes de combatirla. Si esta religión se envanece de tener una clara visión de Dios, y de poseerlo al descubierto y sin velo, sería buena manera de combatir aquélla decir que nada existe en el mundo que permita esta evidencia. [...]

¿QUÉ VENTAJA TIENEN LOS ATEOS RESPECTO A LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD?


¿Qué ventaja pueden los ateos alcanzar, cuando, en la negligencia en que hacen profesión de encontrarse, respecto a la búsqueda de la verdad, claman que nada se les muestra? ¿Qué ventaja pueden alcanzar, si precisamente esta oscuridad en que ellos permanecen, y que ellos reprochan a la Iglesia, no hace más sino confirmar de las cosas que ésta sostiene, sin contradecir la otra, y establece su doctrina, en vez de arruinarla?


Sería fuerza para combatirla, que los ateos clamasen que han hecho todos los esfuerzos para buscar la verdad, y que los han hecho aun dentro de lo que la Iglesia propone para su instrucción, mas sin ningún resultado. Si hablasen de esta suerte acatarían la verdad de una de sus pretensiones. Pero yo espero demostrar aquí que no hay nadie razonable que pueda hablar de esta suerte; y aun me atrevo a afirmar que nadie lo ha hecho.

Bastante conocida es la manera como obran los que viven en este espíritu. Creen haber hecho grandes esfuerzos en instruirse cuando han empleado algunas horas en la lectura de un libro de la Escritura y cuando han interrogado a algún eclesiástico sobre las verdades de la fe. Después de lo cual se alaban de haber buscado, sin éxito, en los libros y entre los hombres. Pero en verdad yo no puedo contenerme en decirles lo que les digo a menudo: que esta negligencia no es soportable. No se trata aquí del interés de alguna persona extraña y no es lícito tratar las cosas de esta suerte; se trata de nosotros mismos y de nuestro todo.

La inmortalidad del alma es una cosa que nos importa tanto, que nos interesa profundamente, que es fuerza haber perdido todo sentimiento para permanecer en la indiferencia sobre saber lo que es. Todas nuestras acciones y todos nuestros pensamientos deben tomar una ruta tan diferente, según que podamos esperar o no bienes eternos, que es imposible dar un paso en la vida con buen sentido y juicio, que no sea regulándolo según las ideas que se tengan sobre este punto, que ha de constituir nuestro supremo fin.

Así nuestro primer interés y nuestro primer deber estriba en buscar luces sobre tal punto, del que depende toda nuestra conducta. Y por esto, entre los no persuadidos, yo pongo una capital distancia entre aquellos que trabajan con todas sus fuerzas para instruirse y aquellos otros que viven sin tomarse la pena de pensar en ello.

Yo no puedo experimentar sino la compasión por aquellos que gimen sinceramente sobre la duda, y la consideran como la mayor de sus desgracias, y nada regatean para salir de ahí, y consideran esta investigación como su ocupación principal y más seria.

Mas en cuanto a aquellos otros que pasan su vida, y que, por la sola razón de que no encuentran en sí mismos luces suficientes para persuadirse, descuidan buscarlas en otra parte, y examinan si esta opinión es de aquellas que el pueblo acepta con una crédula simplicidad, o de aquellas otras que, aunque oscuras en sí mismas, tienen un fundamento muy sólido e inconfundible, yo les considero de un modo muy diferente.

¿CÓMO CALIFICAR A ESA EXTRAVAGANTE CRIATURA QUE SE ENVANECE DE PROFESAR LA INCREDULIDAD?

Esta negligencia en negocio en que se trata de sí mismos, de una eternidad, de un todo, me irrita más que me enternece; me asombra y me espanta; constituye para mí algo monstruoso. No digo esto por el celo piadoso de una devoción espiritual. Creo, al contrario, que debe tenerse este sentimiento por un principio de interés humano, y por interés de amor propio: basta, para esto, ver aquello que ven las personas menos ilustradas.

No es necesario ser un espíritu muy cultivado para comprender que no hay aquí abajo satisfacción verdadera y sólida; que todos nuestros placeres no son otra cosa que vanidad; que nuestros males son infinitos; y que, en fin, la muerte que nos amenaza en todos los instantes debe infaliblemente colocarnos dentro de pocos años en la infalible realidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados.

No existe nada más real que esto, ni nada más terrible. Que nos demos o no aires de valentía, este es el fin que espera a la mejor vida del mundo. Reflexiónese sobre esto, y dígase después si existe otro bien en esta vida sino la esperanza de otra vida mejor; y si no es cierto que se es más dichoso a medida que uno se acerca a ella; y que así como no hay desgracias que valgan contra quien tiene la seguridad plena de la eternidad, no hay tampoco dicha ninguna para aquellos que carecen de toda luz sobre este punto.

Es, pues, seguramente un gran mal estar en duda; pero es al menos un deber indispensable buscar cuando se está en duda; y aquel que no busca es a la vez muy desgraciado y muy injusto. Cuando con esto vive tranquilo y satisfecho; cuando de ello hace profesión, y en fin vanidad, y que su alegría y su vanidad toman pie precisamente en tal estado, no encuentro palabras para calificar a tan extravagante criatura.

¿De dónde puede sacar estos sentimientos? ¿Qué motivos de gozo puede encontrar en no esperar sino miserias sin socorro? ¿Qué motivos de vanidad puede serle el permanecer en oscuridades impenetrables? ¿Cómo puede ser que razone así un hombre razonable? [...] ¿Quién deseará tener por amigo a un hombre que discurra de esta suerte? ¿Quién lo escogerá para comunicarle sus propios negocios? ¿Quién buscará en él socorro en sus propias aflicciones? Y en fin, ¿a qué uso de la vida podrá ser destinado?

Nada es tan importante al hombre como su estado; nada le es tan temible como la eternidad; y así, el hecho de que se encuentren hombres tan indiferentes a la pérdida de su estado y al peligro de una eternidad de miserias, no es cosa natural. Bien diferentes son respecto a las demás cosas; temen las más ligeras, las prevén, las sienten; y este mismo hombre que pasa los días y las noches en la desesperación por la pérdida de su empleo, o por alguna ofensa imaginaria a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que va a perderlo todo a su muerte. Es una cosa monstruosa ver a un mismo corazón, y a un mismo tiempo, esta susceptibilidad ante las menores cosas y esta extraña impasibilidad ante las más grandes.

NADA ES MÁS COBARDE QUE FINGIRSE VALIENTE EN CONTRA DE DIOS

Es este un sortilegio incomprensible y un adormecimiento sobrenatural que bien designa una causa todopoderosa. Fuerza es que haya un extraño hundimiento en la naturaleza del hombre para que este tenga a gloria encontrarse en tal estado, en que parece imposible que nadie pueda permanecer. Sin embargo, la experiencia me permite encontrar hombres así en número tan grande que esto sería sorprendente si no supiéramos que la mayoría de los que se mezclan al grupo lo hacen por falsificación, y sin ser tales de verdad.

Son gentes que han oído decir que las buenas maneras en el mundo elegante consiste en hacer de este modo lo desatendido. Esto es lo que ellos llaman sacudir el yugo, y esto es lo que tratan de imitar. Pero no sería difícil hacerles entender cuánto se engañan buscando en esto la estima. Ni es este el camino para adquirirla, ni siquiera entre las gentes del mundo que juzgan sanamente de las cosas, y que saben que la sola manera de alcanzarla es apareciendo honesto, fiel, juicioso y capaz de servir a un amigo; porque los hombres no aman naturalmente sino aquello que puede serles útil.

¿Qué ventaja hay para nosotros en oír decir a un hombre que él ha sacudido el yugo, que no cree que haya un Dios que vele por sus acciones, y que se considera como el único señor de su conducta y que no piensa rendir cuentas sino a sí mismo? ¿Juzga él, por ventura, que esto nos llevará a a nosotros a tener, en adelante, confianza en él y a esperar sus consuelos, sus socorros o sus consejos en las necesidades de la vida? ¿Pretenden los que dicen tal, darnos mucho gusto cuando nos cuentan que nuestra alma no es más que un poco de viento y de humo, y así nos lo cuentan con un tono de voz satisfecho y alegre? ¿Es esta una cosa, pues, que puede decirse con contento? ¿No es, al contrario, como la cosa más triste que existe en el mundo?

Si ellos pensaran seriamente verían que esto es tomado a tan mala parte, tan contrario al buen sentido, tan opuesto a la honradez y tan lejano de todas maneras a ese buen tono que quieren darse, que más bien serviría para alejar que para seducir a aquellos que pretenden ganarse. Y, en efecto, hacerles explicar el motivo de sus sentimientos y las razones que tienen para dudar de la religión: dirán cosas tan bajas y tan débiles que más bien os persuadirán de lo contrario. Es lo que les decía muy ocurrentemente una persona: Si continuáis discurriendo de esta manera, me convertiréis. Y tenía razón; porque ¿quién no se horrorizaría al verse con sentimientos en que le hacen compañía gentes tan despreciables?

Así resultan tan desgraciados los que se ven en el caso de fingir estos sentimientos si no logran otra cosa que convertirse en los más impertinentes de los hombres. Si les angustia, en el fondo de su corazón, no tener más luz, que lo digan; esta declaración no ha de serles vergonzosa. No hay vergüenza sino en no sentirla. Nada acusa más claramente una extrema debilidad de espíritu que desconocer cuál es la desgracia de un hombre sin Dios; nada señala hasta tal punto la mala disposición de un corazón, que el no desear la verdad de las promesas eternas; nada es más cobarde que fingirse valiente en contra de Dios.

Que dejen, pues, éstos sus impiedades a los que son bastante mal nacidos para ser realmente capaces de ellas; que sean a lo menos honestos, ya que no pueden ser cristianos, y que reconozcan, en fin, que hay dos clases de personas que pueden llamarse razonables: las que sirven a Dios de todo corazón y las que le buscan de todo corazón porque aún no le conocen.

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