Para aprovechar la crisis en beneficio de un gran cambio de la economía, la educación y la administración de la cosa pública, es imprescindible reunir personas nuevas con nuevas ideas (por supuesto, buenas ideas) y poner en sus manos el gobierno no sólo de la nación y de las instituciones políticas, sino de la banca, las grandes empresas, las universidades, los medios de comunicación y todo aquello que tiene importancia e influencia en las marcha de las cosas. Dicho de otra manera: tenemos una ocasión de oro para hacer una limpieza a fondo de la casa común, mandando a las suyas particulares, tras el fin de la fiesta con barra libre, a la patulea de vagos, ineptos y simples parásitos que sestean despatarrados por sofás, camas y alfombras, u ocupando los baños con pretensión de monopolio.
El problema, desde luego, no es doméstico, sino mundial. Los cronistas de la última cumbre de Davos coincidían con rara unanimidad en dos cosas: nadie de los allí reunidos parecía tener la menor idea de qué hacer para superar la crisis, ni tan siquiera sobre la naturaleza, lógica y duración previsible de ésta; la otra cosa en que había acuerdo general es que nadie echaba de menos a los representantes del Gobierno y las instituciones españolas, entretenidos con los temas patrios más candentes: el espionaje interno del PP, una posible ley sobre la apostasía, los Premios Goya... ¡En qué poca cosa ha quedado la grandiosa pretensión de ser la octava o séptima “potencia económica mundial”, con exigencias de entrada en el G-8, ¿recuerdan?! Incluso los palanganeros y mamporreros que han creado y propulsado el zapaterismo desde los principales medios de comunicación privados, se lamentan ahora con grandes ayes de la estupidez, superficialidad e inoperancia de sus creaciones políticas, esos genios que recomiendan solucionar la crisis consumiendo “productos españoles” (es decir, tire el ordenador a la basura –ninguno se fabrica siquiera aquí- e intente navegar por internet usando un espléndido jamón de bellota). Pero que no se equivoquen, a ellos también hay que mandarles a casa si queremos convertir la crisis en un cambio en toda regla.
No debe pasar desapercibida la noticia, publicada ayer por la revista Magisterio, de que la crisis económica española llega acompañada del empeoramiento sostenido de la educación, traducido en ascenso del fracaso escolar. Ni tampoco que el colectivo más perjudicado es el de los inmigrantes. Se están reuniendo todos los ingredientes necesarios para una explosión social en toda regla: aumento vertiginoso del paro, agotamiento de las ayudas sociales, presencia de un numeroso colectivo de inmigrantes sin trabajo que muchos españoles ven o verán pronto –sin la menor razón, pero eso pasa en todas partes, incluso en Inglaterra- como competencia desleal y parasitaria. Y todo esto con un Estado en plena crisis política y financiera, porque la monstruosidad política del insostenible tinglado montado estos años entre los partidos tradicionales y los nacionalistas en las instituciones se va a poner de manifiesto justo ahora. Con los nacionalistas exigiendo el cumplimiento de sus acuerdos de más fondos para sus cosas –tuneado de coches oficiales y lujosos despachos, embajadas, nuevas entidades en que colocar a su tropa, más propaganda, más televisiones públicas e inquisidores lingüísticos-, y con cientos de miles de familias con todos sus miembros en paro y sin cobertura social.
El desafío es, ciertamente, enorme: darle la vuelta al modelo económico, pasando de una economía de turismo y ladrillos a otra de telecomunicaciones e innovación. Pasar de una educación de vacua “adquisición de habilidades y competencias” a otra que transmita valores y conocimientos. Y ambos cambios exigen, como condición sine qua non, el cambio del sistema de partidos y de las reglas de juego constitucionales. Si desperdiciamos esta oportunidad, la crisis económica y política puede eternizarse y convertirse en la pura, simple y exasperante normalidad de una sociedad a la deriva... que ni sabe que está naufragando.
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