jueves, 5 de febrero de 2009

Usurpación y tiranía, John Locke

“Si la usurpación es el ejercicio de un poder al que otra persona tenía derecho, la tiranía es un poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente. Y consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta. Así ocurre cuando el que le gobierna, por mucho derecho que tenga el cargo, no se guía por la ley, sino por su voluntad propia; y sus mandatos y acciones no están dirigidos a a la conservación de las propiedades de su pueblo, sino a satisfacer su propia ambición, venganza, avaricia o cualquier otra pasión irregular”.

* * * * * *

Del mismo modo que la conquista puede ser llamada una usurpación extranjera, así también la usurpación es una suerte de conquista doméstica, con esta diferencia: que un usurpador jamás puede tener el derecho de su parte, no habiendo usurpación excepto allí donde uno ha tomado posesión de algo a lo que otro tiene derecho. Esto, por lo que a la usurpación misma se refiere, es sólo un cambio de personas, pero no de las formas y reglas del gobierno; pues si el usurpador extiende su poder más allá de lo que por derecho pertenecía a los príncipes y gobernantes legítimos del Estado, ello significaría tiranía, además de usurpación.

UN GOBERNANTE NO TIENE NINGUNA AUTORIDAD HASTA QUE EL PUEBLO LIBREMENTE LE DÉ SU CONSENTIMIENTO 

En todos los gobiernos legítimos, la designación de las personas que han de asumir el mando es una parte tan natural y necesaria como la misma forma de gobierno, y es la que fue originalmente establecida por el pueblo. De aquí el que todos los Estados con una forma establecida de gobierno tengan también reglas para nombrar a aquellos que tienen participación en la autoridad pública, y métodos fijos para concederles ese derecho; porque la anarquía es tanto carecer de una forma de gobierno como acordar, por ejemplo, que sea monárquico, y luego no tener modo de saber cómo designar a la persona que ostentará el poder y será el monarca.

Jacobo I de Inglaterra.

Todo aquel que llegue a ejercer algún poder sirviéndose de medios que no corresponden a lo que las leyes de la comunidad han establecido no tiene derecho a que se le obedezca, aunque el sistema político del Estado haya sido conservado; pues esa persona no será la que las leyes han aprobado, y, por lo tanto, será una persona a la que el pueblo no ha dado su consentimiento.

Un usurpador así, o cualquier otro que descienda de él, no tendrá la menor autoridad legal hasta que el pueblo tenga la libertad de dar su consentimiento y haya consentido de hecho en confirmarlo en el poder que hasta entonces había ejercido por usurpación.

Si la usurpación es el ejercicio de un poder al que otra persona tenía derecho, la tiranía es un poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente. Y consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta. Así ocurre cuando el que le gobierna, por mucho derecho que tenga el cargo, no se guía por la ley, sino por su voluntad propia; y sus mandatos y acciones no están dirigidos a a la conservación de las propiedades de su pueblo, sino a satisfacer su propia ambición, venganza, avaricia o cualquier otra pasión irregular.

Si alguno duda que esto, por venir de la mano de un simple y humilde súbdito, no es verdad o van contra la razón, espero que la autoridad de un rey lo haga aceptable. El Rey Jacobo I, en su discurso pronunciado ante el Parlamento en 1603, dice así:

Haciendo buenas leyes y constituciones, siempre antepondrá el bien del pueblo y de todo el Estado a mis fines particulares y privados; pues el bienestar del estado constituirá siempre mi mayor satisfacción y felicidad en este mundo. Y aquí radica la diferencia que separa a un rey legítimo de un tirano. Pues, en mi estimación, el grande y específico punto en el que difieren un rey legítimo y un tirano usurpador es éste: que mientras que el soberbio y ambicioso tirano piensa que su reino y su pueblo tienen como fin la satisfacción de sus propios deseos y apetitos irracionales, el rey honesto y justo piensa precisamente lo contrario, y estima que su función es procurar el bien de su pueblo y proteger su propiedad [...]. Por consiguiente, todos los reyes que no son tiranos o perjuros se alegrarán de estar sujetos a los límites que les imponen sus leyes; y quienes les persuaden de lo contrario son víboras venenosas para ellos y para el Estado”.

Así, el rey prudente que ha entendido bien lo que significan las cosas se da cuenta de que la diferencia entre un rey y un tirano radica exclusivamente en esto: en que el uno hace que las leyes limiten su poder y que el bien del pueblo sea la finalidad de su gobierno, y el otro hace que todo tenga que someterse a su propia voluntad y apetito.

ALLÍ DONDE TERMINA LA LEY, EMPIEZA LA TIRANÍA

Es equivocado pensar que este error es sólo achacable a las monarquías; otras formas de gobierno pueden caer también en esa falta. Pues siempre que el poder que se ha depositado en cualesquiera manos para el gobierno del pueblo y para la preservación de sus propiedades es utilizado con otros fines y se emplea para empobrecer, intimidar o someter a los súbditos a los mandatos abusivos de quien lo ostenta, se convierte en tiranía, tanto si está en manos de un solo hombre como si está en la de muchos. Y así, leemos en la historia casos como los de los treinta tiranos de Atenas, o como el único tirano de Siracusa, o como el del dominio intolerable ejercido en Roma por los decemviri, que no son otra cosa sino ejemplos de tiranía.

Allí donde termina la ley empieza la tiranía, si la ley es transgredida para daño de alguien. Y cualquiera que, en una posición de autoridad, excede el poder que le ha dado la ley y hace uso de la fuerza que tiene bajo su mando para imponer sobre los súbditos cosas que la ley no permita cesa en ese momento de ser magistrado, y, al estar actuando sin autoridad, puede hacérsele frente al igual que a cualquier otro hombre que por la fuerza invade los derechos de otro. Esto es reconocido cuando se trata de magistrados subalternos.

Quien tiene autoridad para apoderarse en la calle de mi persona puede ser resistido, igual que se resiste a un ladrón, si pretende entrar en mi casa para efectuar el arresto a domicilio; y podré yo resistirle, aunque él traiga una orden de detención que le autoriza legalmente a arrestarme fuera de mi casa. Y si esto es así con los magistrados subalternos, ¿por qué no puede ser también aplicable a los superiores? Mucho me alegraría que alguien me lo dijese. ¿Es razonable que el hermano mayor, por el hecho de haber heredado la parte más grande de los bienes paternos, tenga el derecho de apropiarse también lo que le corresponde al hermano menor? ¿Es razonable que un hombre rico que poseyera toda una finca tuviese por ello el derecho de apoderarse de la casita y del pequeño jardín de su pobre vecino en cuanto le diera la gana?

John Locke (1632-1704), cuya teoría política influyó notablemente sobre la ideología liberal moderna, defendió el derecho de resistencia contra una autoridad injusta, en última instancia el derecho a hacer una revolución.

El hecho de tener legalmente gran poder y grandes riquezas en medida mucho mayor que los poseídos por la inmensa mayoría de los hijos de Adán no es en modo alguno una excusa ni, mucho menos, una razón para ejercer la rapiña y la opresión, sino un agravante que se añade al delito de dañar a otro sin autoridad. Pues exceder los límites de la autoridad que uno tiene es algo a lo que no tiene derecho ni el gran ministro ni el pequeño funcionario; y no puede justificarse ni en un rey ni en un alguacil. Y será tanto más grave cuanta mayor confianza se haya depositado en él; pues al habérsele dado más responsabilidad que al resto de sus hermanos, se le supone, debido a las ventajas de su educación, a su cargo, y al hecho de estar rodeado de consejeros, más capacidad para saber lo que está bien y lo está mal.

¿Podrán, pues, los súbditos oponerse a los mandatos de un príncipe? ¿Se le podrá ofrecer resistencia siempre que un súbdito se considere ofendido y crea que se la ha tratado injustamente? Hacerlo así desquiciaría y echaría abajo toda convivencia política; y en lugar de gobierno y orden, sólo habría anarquía y confusión.

A esto respondo diciendo que sólo puede emplearse la fuerza contra otra fuerza que sea injusta e ilegal [...] Pues el uso de la fuerza sólo está justificado cuando a un hombre no se le permite buscar remedio mediante recurso legal; y el que sin más hace uso de la fuerza se pone a sí mismo en estado de guerra y hace que sea legal toda resistencia que se le oponga.

Un individuo, con una espada en la mano, me asalta en el camino y me pide la bolsa, aunque quizá no lleve yo encima ni doce peniques; a este hombre yo puedo matarle legalmente. A otro hombre yo le entrego cien libras para que me las sostenga mientras me apeo del caballo; y cuando he echado pie a tierra, rehusa devolvérmelas y saca la espada si yo trato de recuperarlas por la fuerza. El daño que este hombre me ha hecho es cien, quizá mil veces mayor que el anterior quería hacerme, y al que maté antes de que el daño llegara a consumarse. Y, sin embargo, yo pude matar legalmente al primero, y al otro no puedo legalmente hacerle ningún daño.

¿CUÁNDO ES LEGÍMA LA RESISTENCIA Y LA REBELIÓN DEL PUEBLO?

La razón de esto es clara: porque cuando el primero, haciendo uso de la fuerza, me amenazó con quitarme la vida, yo no tuve tiempo para recurrir a la ley buscando protección; y de haber perdido yo la vida, hubiera sido ya demasiado tarde ya para formular apelación alguna. La ley no hubiera podido resucitar mi cadáver; la pérdida hubiera sido irreparable. Así, para impedir esto, la ley de naturaleza me dio el derecho de destruir a quien se había puesto en un estado de guerra contra mí y me amenazaba con destruirme. Pero en el segundo caso, al no estar mi vida en peligro, pude haber recurrido a la ley buscando reparación por mis cien libras de esta manera. 

Y si los actos ilegales hechos por el magistrado no son sometidos a cuestión (por causa del poder que el magistrado tiene), y el remedio que la ley procura es obstruido por ese mismo poder, el derecho de resistirse a admitir dichos actos, incluso cuando estos sean claramente actos de tiranía, no supondrá una repentina ni una paulatina perturbación en el gobierno; pues si sólo llega a afectar a algunos casos de individuos particulares, aunque éstos tienen el derecho de defenderse a sí mismos y de recuperar por la fuerza lo que por la fuerza les fue ilegalmente arrebatado, ese derecho suyo de actuar así no será fácil que los lleve a buscar una confrontación en la que perecerían con toda seguridad.

Sería, pues, imposible que unos pocos individuos particulares que han padecido opresión llegaran a conmover los cimientos del gobierno; porque, al no afectar su caso a la gran mayoría del pueblo, éste no se consideraría afectado: un loco furioso o un testarudo descontento no pueden echar abajo un Estado bien establecido, ya que el pueblo está poco predispuesto a seguirlos.

Pero, tanto si alguno de estos actos ilegales llega a afectar a la mayoría del pueblo como si la maldad y la opresión sólo han llegado a indignar a unos pocos, en casos así los precedentes y las consecuencias parecen amenazar a todos; y todos está persuadidos, en lo íntimo de sus conciencias, de que sus leyes, y, con ellas, sus bienes, sus libertades y sus vidas, están en peligro; y quizá también su religión. Y no puedo imaginar cómo podría impedirse que ofrecieran resistencia si una fuerza ilegal así fuera ejercida sobre ellos.

Confieso que es éste un inconveniente que puede presentársele a cualquier gobierno cuando los gobernantes han hecho que de una manera general el pueblo sospeche de ellos. El estado más peligroso en que pueden llegar a ponerse es precisamente ése; y no merecerían que se tuviese compasión de ellos, porque podrían haberlo evitado muy fácilmente. Pues es imposible que si un gobernante desea verdaderamente el bien de su pueblo, su preservación y la de sus leyes, no haga que el pueblo lo vea y lo sienta, como imposible es que un padre de familia no haga ver a sus hijos que él los ama y que se cuida de ellos.

Pero si todo el mundo advierte que se promete una cosa y que se hace otra, que se utilizan artimañas para eludir la ley, y que la prerrogativa -que es un poder arbitrario que se ha dejado en manos del príncipe para ciertas cosas y que está dirigido a procurar el bien, y no el mal, del pueblo- es empleada con fines contrarios para los que fue concebida; si el pueblo se da cuenta de que los ministros y magistrados subordinados nombrados para esos cargos cooperan en la consecución de esos malos fines, y que son favorecidos o postergados en la medida en que los promuevan o se opongan a ellos; si el pueblo ve que el poder arbitrario se manifiesta en varios casos, y que bajo cuerda se favorece a la religión que da más aliento a esas arbitrariedades aunque públicamente se la condene, y que da el máximo apoyo a los miembros activos de dicha religión o, cuando ello no es posible, se les mira con buenos ojos; si ve el pueblo que una larga cadena de acciones muestra que las recomendaciones del gobierno tienen esa tendencia, ¿cómo podrá hombre alguno engañarse a sí mismo y no reconocer el cariz que las cosas están tomando?

¿Cómo podría hombre alguno evitar buscar algún modo de salvarse? ¿Cómo podría evitar dejar de creer que el capitán de un barco está llevándolo a él y a los demás pasajeros a Argel, cuando lo ve manteniendo la rueda del timón en ese rumbo, aunque los vientos contrarios, las vías de agua y la falta de tripulación y de provisiones suficientes lo obliguen de cuando en cuando a variar el curso del navío, sólo para volver a retomar el rumbo anterior tan pronto como los vientos, las condiciones atmosféricas y otras circunstancias les permiten hacerlo?

No hay comentarios:

Publicar un comentario